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El humor en el discurso IV

Aunque parezca que hacer reír es cosa liviana y de payasos, bufones o comediantes, tiene una fuerza peculiar poderosísima a la que apenas se puede resistir. Pues estalla a menudos sin que queramos, y no solo se nota en nuestros rostros, sino que todo el cuerpo se mueve por su fuerza

A menudo, proporciona un giro decisivo a las cosas de máxima importancia, pues suele quebrar el odio y la ira. (Inst VI, 3,9)

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El orador perfecto V

Ahora voy a satisfacer a aquellas objeciones que se suelen hacer a mi idea del orador perfecto: Pues qué, ¿Demóstenes no fue orador? Pues sabemos que fue malo. ¿No fue también Cicerón grande orador? Pues también muchos reprendieron sus costumbres.

¿Y qué diré yo en este caso? Además de discutir esas afirmaciones, diré que  si estos varones carecieron de una bondad perfecta de vida, responderé a los que preguntan si fueron oradores lo mismo que respondieron los estoicos cuando les preguntaban si eran sabios Zenón, Cleantes y Crisipo: que fueron hombres grandes y dignos de respeto, pero que no llegaron a conseguir aquello que la naturaleza del hombre tiene por lo más excelente. Pues Pitágoras no quiso que le diesen el nombre de sabio, como los que le habían precedido, sino el de amante de la sabiduría (filósofo).

Sin embargo, acomodándome al modo común de hablar, he dicho muchas veces, y lo volveré a decir, que Cicerón es un orador perfecto, así como vulgarmente llamamos buenos y muy prudentes a nuestros amigos, sabiendo, sin embargo, que estas cualidades a ninguno cuadran sino a un hombre perfectamente sabio.  

Pero hablando con toda propiedad, y según la ley misma de la verdad, yo buscaré aquel orador que el mismo Cicerón buscaba.

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El Orador perfecto III

La búsqueda del orador perfecto supone una indagación no solo en los aspectos técnicos de la oratoria, sino también en los componentes morales y psicológicos de la persona.

Persuadirá mejor a otros quien se haya persuadido antes. La simulación, aunque se esté muy pendiente, se descubre al final, y nunca fue tal el poder de la elocuencia que no titubee y vacile siempre que entren en contradicción las palabras con los sentimientos. Pero es necesario que el hombre malvado diga lo contrario de lo que siente.